Hace unos días El Mundo publicaba un artículo de opinión titulado “La necesaria desescalada tecnológica de las aulas”. El titular ya prometía: suena como si tuviéramos que evacuar los colegios con sirenas y megáfonos porque las tabletas están a punto de conquistar el planeta. Spoiler: todavía no ha pasado. De momento.

El artículo lo firman varias personas con cargos y apellidos de esos que imponen —que si filósofos, neuroeducadores, miembros de la RAE… Solo falta un caballero templario para completar el combo—. La tesis central es que hay que frenar la digitalización escolar hasta que tengamos pruebas irrefutables de que no hace daño. Como si estuviéramos hablando de un nuevo fármaco con efectos secundarios graves, y no de herramientas digitales que, como todo en educación, dependen de cómo se usen. Por la misma regla de tres y con más motivo tendríamos que frenar la militarización hasta que tengamos pruebas irrefutables de que no hace daño, ¿no?

La cosa empieza fuerte: dicen que se están implantando dispositivos digitales en las escuelas sin evidencias de sus beneficios. Y aquí ya tenemos la primera pirueta: se basan en evidencias parciales para criticar la ausencia de evidencias. Se citan informes que hablan de bajo rendimiento académico, sobreestimulación y apocalipsis tecnológica en general, pero ni rastro de las miles de experiencias positivas con tecnología educativa, que ya sabemos que no molan tanto como una buena catástrofe.

También nos dicen que el papel es superior a la pantalla para leer y escribir. Lo han dicho, y con voz solemne. Como si tuviera que aparecer alguien con túnica proclamando: “En el principio era el libro, y el libro estaba con el maestro, y el libro era el bien.” Pero… ¿y si el problema no fuera la pantalla, sino qué y cómo se hace con ella? ¿Se ha probado alguna vez a leer con una app que permite subrayar, anotar, leer en voz alta y adaptar el tamaño de letra? Puede que sí, pero mejor no decirlo muy alto, no vaya a ser que alguien piense que estamos fomentando el pensamiento crítico.

La falacia estrella, eso sí, es la clásica falsa dicotomía: o libreta o tableta, como si ambas cosas no pudieran convivir. Y todo ello aderezado con un poco de miedo (“cuidado, que las pantallas son malas para el cerebro infantil”), una dosis de nostalgia (“cuando yo iba al cole sí que aprendíamos bien, con la regla de tres y las fotocopias”), y un toque de culpabilización a los centros educativos (“las escuelas están cediendo a la presión de las empresas tecnológicas”), porque claro, las escuelas siempre han sido espacios completamente libres de cualquier influencia política o comercial…

Ahora bien, reconozcámoslo: algo bueno sí que hay en el escrito. Reivindicar que no se puede implantar tecnología como si estuviéramos jugando a Los Sims tiene todo el sentido. Reivindicar la figura del docente como filtro y guía, también. ¿Y alertar sobre la saturación digital o el mal uso? Adelante. Pero… ¿hacerlo con este dramatismo? Hombre, tampoco hacía falta montar una tragedia griega. Porque la tecnología no es el problema. El problema es no tener un proyecto pedagógico. El problema es pensar que digitalizar significa repartir iPads o hacer Kahoots de mierda.

Quizá la pregunta no debería ser “¿hay que hacer una desescalada tecnológica?” sino “¿qué narices queremos hacer con la tecnología en las aulas?”. Porque si no lo tenemos claro, no es que tengamos que apagar las pantallas: es que estamos a oscuras.

Y ya se sabe, a oscuras… cualquier debate da miedo.


Imagen generada por el autor con Midjourney.


Esta obra tiene la licencia CC BY-NC-SA 4.0

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