Decir que la educación es el ascensor social es una metáfora tan acertada como decir que el tren de Cercanías llega puntual. Sí, sobre el papel. Pero en la práctica, el ascensor está estropeado, huele a viejo y solo funciona para quien ya vive en el ático.

¿Cómo puede funcionar un sistema educativo como motor de igualdad si de entrada ya segrega? Y no hablamos solo de asignaturas optativas o niveles de aprendizaje: hablamos de un sistema con carriles paralelos. Por un lado, tenemos la escuela pública, con vocación de servicio, abierta a todo el mundo y con una mezcla social tan diversa como las fiestas de San Juan en Ciutadella. Y por otro lado, la privada y la concertada —especialmente esa concertada que cobra en B más que una casa de campo en Ibiza—, que a menudo escoge al alumnado más “gestionable”, por no decir “rentable”.

Así, se consolidan dos realidades: la de las escuelas que son un reflejo del barrio, de la calle, del mundo tal como es (con sus luces y sus sombras), y la de las escuelas que parecen sacadas de un catálogo de IKEA: todo muy blanco, muy ordenado… y con pocas instrucciones para entender la diversidad real.

Otra trampa, que a menudo se nos vende como una “estrategia pedagógica”, es la creación de grupos homogéneos. No nos engañemos: separar al alumnado según ritmos, niveles o supuestas capacidades no es optimizar el aprendizaje, es oficializar la segregación dentro del centro. Y, como siempre, quienes salen perdiendo son los mismos de siempre: quienes ya llegan con una mochila que pesa más que los libros de texto.

Hacer grupos “flexibles” que no son tan flexibles o “por niveles” que, curiosamente, nunca se mezclan, acaba perpetuando desigualdades. Porque el alumnado con más dificultades (y habitualmente, con menos apoyo familiar o económico) termina en espacios donde se espera menos, se exige menos y se ofrece… lo justo. Un poco como una tarifa básica de compañía telefónica.

Y si añadimos la tecnología, la cosa aún da más vértigo. Estamos hablando mucho de IA, de educación digital, de competencias del futuro… pero, ¿nos hemos parado a pensar qué futuro tiene ese alumnado que no puede pagar una conexión decente en casa o que comparte un móvil entre hermanos para hacer los deberes?

La brecha digital es técnica, pero también es social. Implementar IA y otras maravillas sin mirar quién puede seguir el ritmo es como hacer una maratón en la que solo algunos llevan zapatillas y los demás van descalzos. ¿Y luego nos sorprende que lleguen tarde?

Si realmente queremos una educación transformadora, no podemos diseñar innovaciones solo para quienes ya tienen ventaja. La escuela debe ser el lugar que equilibra, no el que amplifica las diferencias.

Pero ojo, que la culpa no es del profesorado, que hace equilibrios entre la inclusión, la burocracia kafkiana y el hecho de ser psicólogo, educador social, dinamizador digital y, de vez en cuando, docente. Y todo eso con unas condiciones laborales que, francamente, parecen de un episodio de Cuéntame.

Porque no se puede pedir a una persona que planifique según el DUA, haga seguimiento personalizado, integre herramientas digitales, aplique metodologías activas y evalúe por competencias… y que todo eso lo haga con el horario y los recursos de hace treinta años. Es como querer montar una escuela innovadora con una máquina de escribir y una pizarra de tiza: puedes intentarlo, pero te conducirá directamente a la frustración.

Y volviendo al ascensor social… mientras no se arreglen las estructuras (como el mapa escolar que hace que algunos centros sean guetos y otros showrooms), ese ascensor seguirá siendo para VIP. El resto, subimos por la escalera, y a menudo, a oscuras.

Por tanto, no se trata solo de más dinero o más tecnología. Se trata de voluntad política, de valentía para tocar temas incómodos y de reconocer que, si queremos un sistema que no solo enseñe, sino que emancipe, tenemos que empezar por revisar quién puede entrar en el ascensor… y quién lo repara.

Y tú, ¿qué crees que pasaría si hiciéramos un sorteo para repartir al alumnado de forma equitativa entre todas las escuelas? Uff… eso sí que sería un experimento interesante. Y también podríamos añadir una reducción del horario lectivo del profesorado para aumentar el tiempo complementario.


Imagen generada por el autor con Midjourney.


Esta obra tiene la licencia CC BY-NC-SA 4.0

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