Este post en Bluesky me ha hecho reflexionar:

En secundaria vivimos un péndulo curioso: llenamos la clase de ejemplos, recetas y prácticas guiadas, y luego en el examen pedimos hipótesis, generalizaciones y aplicaciones en contextos que nadie ha visto. Ese salto no es trivial. En clave piagetiana, pasamos del pensamiento concreto al pensamiento abstracto y ese tránsito es difícil que ocurra antes de 4.º de ESO o 1.º de bachillerato; se enseña, se practica y, entonces sí, se evalúa.

El pensamiento concreto se apoya en lo tangible: objetos, casos familiares, situaciones manipulables. Funciona de maravilla cuando la tarea se parece a lo trabajado. El pensamiento abstracto opera con hipótesis, símbolos, relaciones generales y transferencia a escenarios nuevos. La clave incómoda es que no todo el alumnado activa el nivel formal en todas las materias ni con la misma rapidez. Si la enseñanza se queda en lo concreto y la prueba salta a lo abstracto, la calificación acaba midiendo madurez cognitiva y bagaje cultural más que el aprendizaje que tu asignatura pretendía construir.

La pregunta útil, por tanto, no es “¿pueden con lo abstracto?”, sino “¿les dimos andamiaje para cruzar el puente?”. Cuando el examen se puebla de contextos sorprendentes sin haber practicado la transferencia, el alumnado aprende a jugar a la adivinanza. Si de verdad queremos evaluar transferencia, hay que modelarla y entrenarla antes: pensar en voz alta, comparar casos, variar condiciones, justificar por qué un modelo vale aquí y no allá. El examen no es un truco de magia; es un espejo de las oportunidades cognitivas que diste en clase.

Una forma sencilla de alinear es avanzar de lo concreto a lo abstracto dentro de cada unidad: empezar con un caso real, proponer una variación, comparar con un contraejemplo y empujar a la generalización. Conviene alternar representaciones —tabla, gráfico, esquema, texto formal— para que la idea central no dependa de una sola puerta de entrada. Después se practica la transferencia antes de la prueba, moviendo la misma estructura a contextos cada vez más lejanos, con micro-retos breves de hipotetizar y justificar que normalicen el salto.

En matemáticas, por ejemplo, la proporcionalidad puede arrancar en la cocina: si 200 g de harina dan para 8 galletas, ¿cuántas para 20? El mismo patrón se traslada a una mezcla de pintura 3:1 cuando usamos 2 litros, y más tarde se pide una regla general para cualquier relación a:ba:ba:b junto a un test para detectar si dos recetas mantienen la misma razón. En Física y química, un carrito en rampa sirve para calcular aceleración, luego se cambia a un trineo sobre hielo con rozamiento bajo y, finalmente, se predice qué pasaría en Marte justificando qué términos del modelo se alteran. En Lengua, se identifican tesis y argumentos en un texto trabajado, se aplica la misma estructura a una columna periodística nueva y se redacta una refutación breve señalando falacias. En Historia, se repasan causas y consecuencias de una revolución, se compara con otro proceso del mismo siglo con una pauta de análisis y se propone un marco causal para un conflicto actual con límites explícitos. En Biología, se explica la homeostasis de la glucosa, se traslada la lógica al equilibrio hídrico y se diseña un diagrama para un organismo imaginario con predicciones verificables.

Cuando toca evaluar, funciona una mezcla honesta que refleje la práctica: una parte alineada con lo concreto para verificar dominio básico, otra de aplicación con variaciones cercanas y una porción de extensión genuinamente nueva que pida justificar decisiones. Esta última no es una encerrona: necesita criterios claros desde el enunciado. Evalúa el razonamiento con una rúbrica mínima y visible que valore identificación del principio, modelado de la situación (ecuación, esquema o estructura argumentativa), justificación de por qué ese modelo encaja, control de errores y límites, y claridad en la comunicación. Lo importante es puntuar evidencias de pensamiento, no telepatía con la solución del profesor.

Hay señales de alarma que delatan desalineación: el alumnado no falla por contenidos, sino por descifrar el contexto; durante la prueba hace falta explicar más el escenario que la idea científica; respuestas raras pero bien razonadas acaban penalizadas porque no coinciden con la vía única que imaginaste; la brecha de notas se alinea sospechosamente con comprensión lectora o capital cultural y no con las competencias de la materia. Si aparecen estos síntomas, no es que “no sepan pensar”, es que el puente no está construido.

Para escribir buenos ítems sin convertir el examen en una gincana, ayudan cuatro plantillas discretas. Detecta la estructura pidiendo que señalen qué partes del problema corresponden al concepto y que lo justifiquen. Pide generalizar: una regla que funcione para cualquier caso y las condiciones en que dejaría de valer. Traslada procedimientos: aplicar lo trabajado a un contexto nuevo explicando los cambios necesarios. Introduce la refutación: plantear una objeción razonada a una afirmación y responderla con evidencia del tema. Todo ello se puede micro-andamiar sin “regalar” la respuesta mediante un miniglosario de tres términos clave, un esquema incompleto a completar, una tabla con una columna vacía para inferir relaciones, una pista opcional con una penalización leve o una mini-rúbrica pegada al enunciado que explicite qué cuenta.

En el día a día, una sesión de 50 minutos puede empezar con un problema nuevo para pensar en parejas, seguir con un modelado en voz alta que conecte con el caso de clase, continuar con una variación del problema cambiando datos o contexto cercano y cerrar con una puesta en común rápida usando la mini-rúbrica para que quede claro qué se estaba evaluando. A escala semanal, dos días para pasar de lo concreto a lo cercano con feedback rápido, uno para un mini-proyecto o un ítem de transferencia lejana con andamiaje ligero, otro para revisión con rúbrica y reescritura o segundo intento, y un último día para una evaluación mixta y un breve momento de metacognición guiada que haga explícito el porqué de los aciertos y de los tropiezos.

También conviene vigilar errores comunes. Los enunciados crípticos o sobreadornados se arreglan separando con claridad contexto y tarea. La obsesión con una única vía de solución se sustituye por criterios que acepten caminos alternativos si cumplen el estándar. El peso excesivo en la memoria se equilibra con al menos un ítem de modelado y otro de transferencia. El feedback tardío se reemplaza por micro-retroalimentación en la misma sesión: semáforos, ejemplos anotados, comparaciones con la rúbrica.

Antes de imprimir la prueba merece la pena una revisión exprés en clave de coherencia: que cada objetivo de la unidad tenga un ítem directo y otro de transferencia, que la rúbrica esté escrita y sea visible, que el vocabulario necesario haya sido trabajado, que al menos una tarea requiera justificar y no solo recordar o calcular, que la distribución de tipos de pregunta refleje lo practicado. La mejora real llega cuando el alumnado cruza con nosotros el puente del concreto al abstracto tantas veces que deja de parecer un abismo y se convierte en un camino transitado.


Imagen generada por el autor con ChatGPT.


Esta obra tiene la licencia CC BY-NC-SA 4.0

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