
Gestionar el tiempo frente a las pantallas requiere tratar con un dragón hecho de píxeles y notificaciones. Hay que enseñarle a dormir cuando uno lo decida.
A veces coloco un reloj de arena encima del monitor, recordando que el tiempo sigue existiendo más allá del cristal líquido. Otras veces convierto mi móvil en un monje: modo avión, silencio total, y que medite en su oscuridad mientras yo salgo a mirar cómo el sol también sabe emitir luz sin batería.
He aprendido que las pantallas actúan como espejos: cuanto más las miro, más me devuelven una versión mía con los ojos un poco más rectangulares. Por eso intento negociar con ellas: “te miro durante una hora, luego te abandono sin remordimientos”. Es un pacto de respeto mutuo.
La clave está en apagar la pantalla y encender algo más interesante fuera de ella.
Imagen generada por el autor con Sora.




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