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Tell us one thing you hope people say about you.

Espero que digan que fui una persona increíblemente coherente para alguien que claramente no tenía un plan maestro. Que avancé por la vida con la confianza de quien ha leído dos artículos, entendido uno y decidido que ya era suficiente base empírica. Un ejemplo viviente de que la seguridad no siempre viene acompañada de instrucciones.

También me gustaría que comentaran que siempre tuve una opinión, incluso cuando no era estrictamente necesaria ni remotamente solicitada. Por un sano compromiso con el ruido ambiental, no por arrogancia. Alguien que hablaba con la serenidad de quien sabe que probablemente está equivocado, pero no ve por qué eso debería arruinar la conversación.

Ojalá recuerden que fui razonable, lo cual hoy en día equivale a ser sospechoso. Que dudé, matizé y cambié de postura sin anunciarlo como un arco narrativo épico. Un ser humano peligrosamente incapaz de convertir cada desacuerdo en una cruzada moral o en un hilo interminable.

Y si dicen que hice lo justo para no empeorar las cosas mientras fingía que sabía lo que hacía, perfecto. La vara está baja, el contexto es el que es y alguien tenía que hacerlo. No todo el mundo nace para dejar huella; algunos nacemos para no pisar demasiadas.

Eso sí, reconozco que he pecado de ingenuidad. Que conste que esa ingenuidad no fue candidez luminosa ni fe en la humanidad con banda sonora. Fue algo más doméstico: creer que las cosas suelen significar lo que dicen y que, con un mínimo de buena fe, el mundo se deja negociar. Un error recurrente, sí, pero cómodo y casi funcional. Permitía sorprenderse cuando alguien cumplía su palabra y decepcionarse lo justo cuando no, sin convertirlo en una tesis sobre la decadencia moral del siglo. Creí demasiado tiempo que entender era una forma suave de estar a salvo, y aunque la realidad se empeñó en corregirme, sigo pensando que fue un pecado menor, incluso elegante, frente a vivir siempre a la defensiva.


Imagen generada por el autor con Sora.

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