Hay algo casi encantador en los debates sobre nuevas tecnologías: siempre, siempre, aparece alguien dispuesto a pintarlas como una amenaza apocalíptica. La inteligencia artificial generativa (IAG) no podía ser la excepción. “Inteligencia artificiosa”, la llaman por aquí, como si fuera un truco barato, una farsa contra nuestra gloriosa y pura humanidad. Pero, ¿es realmente así? Vamos a desmontar algunos de los argumentos más populares (y absurdos) que intentan ponerle un freno a la IAG.

Primero, el nombre: “artificiosa”. ¡Qué forma más elegante de decir que no es auténtica! Entonces, supongo que también deberíamos descartar las calculadoras, los GPS, los audífonos, los correctores automáticos y los marcapasos, porque todos ellos también son “artificiosos”. La IAG no pretende ser más auténtica que cualquier otra herramienta que hemos creado para amplificar nuestras capacidades. Desde ayudar a los médicos a diagnosticar enfermedades hasta personalizar el aprendizaje en las aulas, ¿qué tiene de malo una tecnología que simplemente nos hace mejores en lo que hacemos? Tal vez el problema no sea la IAG, sino el miedo al cambio. Nos enfrentamos a una resistencia casi visceral ante lo que no comprendemos del todo, a una especie de apego nostálgico por lo que se considera “natural” y “genuino”. Pero si miramos atrás en la historia, veremos que esta misma actitud se repite una y otra vez ante cada innovación importante.

Después está el argumento de que la IAG nos idiotiza. Este es un clásico, un «greatest hit» del pesimismo tecnológico. Lo mismo se dijo de la imprenta, de la televisión, de la calculadora, de internet. ¿El resultado? Aquí estamos, más conectados y con más acceso a la información que nunca (aunque bastante desinformados, todo sea dicho). Claro, usar la IAG sin sentido crítico puede ser un problema, pero, ¿de quién es la responsabilidad? Una herramienta como ChatGPT está diseñada para complementar, no para sustituir. Si alguien la usa mal, ¿es culpa de la herramienta o del usuario? Quizás la verdadera pregunta sea: ¿tenemos miedo de que nos hagan tontos o de que nos hagan ver cuán tontos podemos ser por nuestra cuenta? Al final, las herramientas no son buenas ni malas en sí mismas; todo depende del uso que decidamos darles. En lugar de culpar a la tecnología, tal vez deberíamos preguntarnos cómo podemos educarnos para usarla de manera más efectiva y responsable.

Otro favorito: “La IA mata la creatividad”. Claro, porque antes de la IAG, la creatividad estaba desbordando por todas partes, ¿no? Basta con ver los millones de novelas que empiezan con “Era una noche oscura y tormentosa”. La verdad es que la IAG ya está potenciando la creatividad de artistas, escritores y músicos. ¿Por qué no verla como un pincel más en la paleta, en lugar de como el fin del arte? La creatividad humana nunca ha sido sobre herramientas, sino sobre cómo las usamos. La cámara fotográfica no acabó con la pintura, el sintetizador no acabó con la música clásica, el vídeo no acabó con la radio. Al contrario, ampliaron lo posible, crearon nuevas vías de expresión. La IAG, si la miramos bien, es simplemente una nueva herramienta, un nuevo compañero de creación, uno que nos ayuda a explorar terrenos que antes parecían inalcanzables. ¿No es ese el verdadero espíritu creativo?

Y luego está el tema ético. Aquí es donde el dramatismo se desata. Se habla de sesgos, de control, de riesgos. Todo cierto, pero también incompleto. ¿Por qué no hablar de las normativas, las investigaciones y los esfuerzos globales para hacer de la IAG una tecnología más transparente y equitativa? Parece que el miedo vende más que los avances. Ignorar lo que se está haciendo bien no es más que una forma de alimentar el pánico. Claro que la IAG tiene retos éticos, como cualquier tecnología poderosa. Pero también tiene un potencial increíble para mejorar vidas si la desarrollamos de manera correcta. Desde ayudar a predecir crisis alimentarias hasta optimizar el uso de recursos naturales, la IAG tiene el poder de marcar una diferencia real y positiva en el mundo. Y eso es algo de lo que rara vez se habla porque, admitámoslo, el drama y el miedo siempre tienen más titulares.

Y para terminar, el argumento de la alienación y la desigualdad. Ah, porque antes de la IAG, el mundo era un paraíso de igualdad y acceso universal al conocimiento. La IAG, de hecho, está ayudando a democratizar herramientas que antes eran exclusivas de unos pocos. Pero claro, eso no encaja en la narrativa del “miedo al futuro”. Acceso a diagnósticos médicos a través de aplicaciones, educación personalizada sin importar el lugar donde vivas, traducción automática que acerca culturas… todos estos son ejemplos de cómo la IAG está rompiendo barreras. Sí, es verdad que existen desafíos y que la brecha tecnológica sigue siendo un problema, pero eso no es un argumento contra la IAG, sino un llamado a crear políticas que aseguren un acceso más equitativo. La tecnología no va a resolver la desigualdad por sí sola, pero es una herramienta que puede contribuir a cerrar muchas brechas si sabemos usarla adecuadamente.

Así que aquí estamos, demonizando la IAG como hemos demonizado cada avance tecnológico. Quizá el problema nunca haya sido la herramienta. Quizá el problema sea cómo enfrentamos el cambio y lo desconocido. Tal vez nos toca aprender a no temer lo que no entendemos del todo, a recordar que cada paso hacia adelante en la historia de la humanidad vino acompañado de dudas y temores. La IAG no es el fin, es apenas otro comienzo. Y lo que hagamos con ella dependerá, como siempre, de nosotros mismos.


Imagen generada por el autor con WordPress.


Esta obra tiene la licencia CC BY-NC-SA 4.0 

Podcast also available on PocketCasts, SoundCloud, Spotify, Google Podcasts, Apple Podcasts, and RSS.

Una resposta

  1. Tu texto adopta un optimismo que pasa por alto desafíos estructurales, éticos y sociales inherentes a la IA. Ésta también tiene el potencial de intensificar desigualdades, erosionar habilidades humanas y generar consecuencias imprevistas, y de ello no se habla. El texto trivializa las preocupaciones sobre la IAG al sugerir que son comparables al rechazo inicial que enfrentaron herramientas como la imprenta o la calculadora. Sin embargo, esta comparación es simplista y engañosa. La imprenta y la calculadora son herramientas específicas, mientras que la IAG tiene el potencial de reconfigurar aspectos fundamentales de la sociedad: el trabajo, la educación, la privacidad y la creatividad.
    Además, la IAG puede fomentar la dependencia intelectual, debilitando habilidades humanas como el razonamiento analítico y la creatividad. Por ejemplo, un estudiante que delega tareas complejas en herramientas como ChatGPT podría aprender menos y desarrollar menos autonomía intelectual. No se trata solo de “usar mal” la tecnología; incluso un uso correcto puede llevar a la sobreconfianza en sistemas opacos y potencialmente sesgados.
    La creatividad no solo depende de herramientas, sino de procesos internos y experiencias humanas. Si las IAG generan contenido masivo basado en patrones preexistentes, existe el riesgo de que se perpetúen clichés y fórmulas repetitivas. Al ofrecer soluciones “prefabricadas”, estas herramientas pueden sofocar la experimentación artística, convirtiendo la creatividad en un acto más de curaduría que de invención.
    La IA puede facilitar el acceso a ciertos servicios, pero también consolida el poder en manos de unas pocas corporaciones tecnológicas, lo que agrava la concentración de riqueza y control. Además, las poblaciones sin acceso adecuado a infraestructura tecnológica quedan en una posición aún más desventajosa. Incluso quienes acceden a la IAG dependen de sistemas que no controlan ni comprenden del todo, aumentando la vulnerabilidad colectiva frente a monopolios tecnológicos.si bien la responsabilidad humana es crucial, las herramientas tecnológicas no son neutrales. Están diseñadas con intenciones específicas y operan en marcos socioeconómicos que influyen en su uso e impacto.

    M'agrada

Deixa una resposta a Tarta Sacher Cancel·la la resposta

Darreres entrades